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Espero que us interessi i si voleu també podeu aprofitar per deixar aquí els vostres comentaris sobre l'obra.
El reciente proceso electoral mexicano ha sido especialmente relevante por dos grandes cuestiones: por un lado, la alta competitividad y, por el otro, la tensa conflictividad postelectoral. La lucha entre los dos principales candidatos, Felipe Calderón por el Partido de Acción Nacional, y de Andrés Manuel López Obrador por la coalición liderada por el Partido de la Revolución Democrática “Por el bien de todos”, se plasmó en una diferencia mínima entre los dos nunca antes alcanzada en una elección presidencial. Buena muestra de esta competitividad fueron la presencia de casi 700 observadores extranjeros, así como la división electoral del país en dos áreas claramente diferenciadas: norte panista y sur perredista.
Frente a las reiteradas e injustificadas acusaciones de “fraude masivo” realizadas por López Obrador, lo cierto es que la tarea del Instituto Electoral Federal fue técnicamente correcta así como nuestra experiencia sobre el terreno avala dicha valoración. Si bien puede cuestionarse la actuación política del máximo responsable del IFE en el transcurso de la noche electoral, no es menos cierto que sus carencias comunicativas no deben empañar el buen desempeño de los funcionarios electorales así como del millón de ciudadanos mexicanos que participaron activamente como miembros de los colegios electorales.
El segundo gran aspecto ha sido, desde la misma noche del 2 de julio, el desconocimiento e impugnación del proceso por parte de López Obrador. Este sostuvo desde el primer momento la inverosímil tesis de un fraude y manipulación de la elección presidencial, dando no obstante por válidos los resultados de las demás consultas celebradas en la misma fecha (Diputados, Senadores, Gobernador y Asamblea del Distrito Federal, etc…) en las que el PRD había obtenido excelentes resultados. Probablemente la errónea asunción por su parte de la condición de “virtual ganador” que le conferían las encuestas durante la mayor parte del dilatado proceso electoral -que incluso le llevó a no participar en el primero de los dos debates televisados- supuso para López Obrador el inicio de la espiral de la contestación pública.
No se cuestiona en ningún momento el derecho de López Obrador a impugnar el proceso electoral, así como movilizar pacíficamente a sus seguidores –más allá de las molestias y perjuicios económicos causados por dichas manifestaciones. No obstante, es a todas luces injustificable la deslegitimación de todo el proceso electoral tras los pronunciamientos de las instancias electorales, siendo inapelable el fallo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Esta estrategia antisistema es la que precisamente desacredita a López Obrador como presidenciable en las futuras elecciones de 2012 y afecta profundamente al patrimonio político acumulado por el PRD como opción creíble y real de gobierno. En este sentido, debe considerarse de manera especial que el capital político obtenido por el PRD y sus socios de coalición (Convergencia y Partido del Trabajo) ha sido el más elevado en toda la historia de esta formación, obteniendo la segunda posición en la Cámara de Diputados y la tercera en el Senado. Ese potencial político y parlamentario, indispensable para la conformación de las reformas estructurales que precisa el país, corre el severo riesgo de dilapidarse por la irresponsable política deslegitimadora del sistema en su conjunto y de las instituciones en particular.
Afortunadamente el otro gran protagonista, el presidente electo Felipe Calderón, se ha caracterizado por la moderación en su discurso y su disposición a acatar en todo momento las resoluciones de las autoridades electorales. En esa línea, las ofertas de mano tendida, de construcción de acuerdos parlamentarios y de fórmulas de colaboración coalicional en un entorno de gobierno dividido permiten entrever una perspectiva de estabilización tras casi dos meses de aguda conflictividad en diversos ámbitos políticos y sociales del país.
Este talante negociador será materia obligada para el próximo ejecutivo mexicano toda vez que los problemas estructurales que deberá afrontar son de gran envergadura y no resolubles por una única formación. Partiendo del respeto a las reglas del juego democrático deben plantearse un conjunto de reformas económicas y sociales orientadas al combate a la pobreza, mejorar la competitividad de la economía mexicana y reducir la creciente brecha social y territorial. Es precisamente en estos ámbitos de corte social donde más hubiera podido incidir López Obrador con una acción política institucional, dejando así pasar una oportunidad histórica para llevar a la práctica sus propuestas electorales y convertirse así en una alternativa real del gobierno.
Además, deberá abordarse el reajuste y puesta al día de algunos de los rasgos definitorios del régimen político mexicano tras siete décadas de partido hegemónico y un sexenio de gobierno dividido, paralizado en las cámaras e inoperante en su acción de gobierno. Una de las primeras tareas en las que parece existir un acuerdo generalizado es la reforma del proceso electoral, reduciendo el coste y la duración de las campañas, regulando también la precampaña y simplificando los complejos procedimientos del vigente código electoral. Más difícil, aunque no imposible, será la reformulación del tradicional presidencialismo mexicano con objeto de introducir ciertos elementos y prácticas de corte “parlamentario” que redunden en un mayor protagonismo de las cámaras en la producción legislativa y en el control sobre el ejecutivo.
No obstante, quizás el principal problema sea la pervivencia entre la mayoría de la clase política mexicana de unos hábitos y estilos de actuación política basadas en la confrontación, la negación del adversario y la ausencia de un consenso generalizado sobre el proyecto de nación y de las bases legitimadoras del sistema político. Bien es cierto que la esperanza tiene un lugar en este análisis, toda vez que durante el conflicto postelectoral éste ni ha derivado en enfrentamientos violentos generalizados ni ha afectado al normal desarrollo de la vida de la sociedad en el conjunto del país.
Siguiendo con el tema de la elección presidencial mexicana, hay algunos malentendidos que deberían despejarse o, como mínimo, centrar en el debate. En diversas oportunidades aquí en México me pronuncié favorable a la configuración de un gobierno de coalición tras el proceso electoral, fuese cual fuese el resultado de la elección. A nivel discursivo esta propuesta fue muy bien acogida, incluso podríamos decir que tuvo alguna influencia (modestamente) en alguna plataforma electoral. Ahora bien, una vez el contexto de la campaña si iba cerrando y todo parecía indicar que la victoria estaría muy ajustada, empezaron a surgir voces que pretendieron diferenciar entre "gobierno de coalición" y "gobierno de unidad nacional", dando a entender que el primero era imposible porque no se contemplaba en la legislación mexicana. Pues vayamos sobre este punto. En primer lugar debo manifestar que el concepto de unidad nacional no lo considero atinado para el caso mexicano, puesto que su utilización responde a situaciones extraordinarias, de crisis político-económica (como en el caso alemán) o bien como respuesta a una amenaza sistémica, lo cual es evidente que no sucede en México. Buena parte de los argumentos en contra del gobierno de coalición se basan en su simple traslación desde los sistemas parlamentarios, y he ahí el error. Cuando planteábamos la formación de un gobierno de coalición hacíamos hincapié en la importancia de la componente inclusiva del mismo, al dar entrada a miembros de los partidos perdedores (PRD y PRI, básicamente) en el ejecutivo panista (en nuestro análisis dábamos por segura la victoria de FCH). Esta incorporación debería producirse en forma de la nominación de miembros de estos partidos (y también a Patrícia Mercado) al frente de algunas secretarías, por ejemplo Medio Ambiente (para PM). Dicha incorporación, totalmente discreccional por parte del Presidente en la composición de su gabinete, habría de verse estrechamente vinculada a un pacto parlamentario (una coalición parlamentaria, para ser correctos en los conceptos) que permitiera que México pudiera afrontar de una vez por todas las principales reformas estructurales pendientes, así como superar la reedición del gobierno dividido que los datos confirman hoy. Es innegable que FCH necesitará contar con un apoyo parlamentario que el PAN por sí solo no podrá prestarle por lo que el acuerdo legislativo debería ir más allá de la simple declaración de buenas intenciones para, de una vez, implicar al resto de actores en la corresponsabilización de la acción de gobierno. Más adelante seguiremos con más detalles, ¿os parece bien? |
Cierto, al tripartito ja no li ve d'aquí. Pero la remodelación
emprendida por Maragall se ha convertido en un concurso de a ver quién mea más
lejos (y lo más fuera del tiesto posible, añadiría; sin embargo, ¿hay tiesto?).
Es un concurso de órdagos a lo tonto, una partida de póquer sobre un tablero de
parchís. Maragall desafía al PSOE; Esquerra desafía a Maragall; Puigcercós
desafía a Carod; Saura se queja en público, que ya es decir. Y Duran Lleida
exclama: "Pobra Catalunya!". Qué bonito panorama. La cuestión es la misma de
siempre, como cuando Mas y ZP reeditarion el póster de Brokeback Mountain: no importa la gestión, no importa el Estatut, no importa nada de
nada, excepto el titular de los periódicos del día siguiente. En estas lides,
ERC se mueve mejor que nadie: poner a Xavier Vendrell -el de las "dos tazas",
como diría mi vecino Toni B atllori- al frente de la función pública catalana es
una jugada insuperable. Sólo Salvador Dalí o el Albert Boadella de antes podrían
crear una ópera bufa tan surrealista. Cuando caiga el telón -que se les caerá
encima, tarde o temprano- habrá que aplaudir.